NÚMEROS Y TARJETAS.
I
Había esperado toda su vida por esa última cita casual. La había imaginado tantas veces mientras caminaba por la calle. Imaginaba, por ejemplo, que al dar la vuelta en la esquina los dos se encontrarían caminando en direcciones opuestas como sus sexos y platicarían de nuevo por horas; o encontrarla al salir de una función o tal vez antes de entrar, en la taquilla.
Pasaba por las mismas calles, por su casa, por la casa de sus abuelos, iba a los mismos sitios a los que iba con ella, pero no quería llamarle, prefería seguir con esa circunspecta fe en la casualidad. La casualidad nunca lo dejó mal, pero sí se demoró un tanto, y esta vez lo hizo unos cuantos años y de una manera en que su corta imaginación jamás habría de señalarle.
Una llamada lo despertó y con los ojos cubiertos por una membrana de cansancio muy difícil de disolver, contestó el teléfono con una voz plagada de murmullos:
-No, número equivocado. -Y colgó.
II
Memorizó el número de teléfono desde que ella se lo dio en el coche, escrito en un papel arrancado con sus pequeños y cuidados dedos. Sus manos eran más poderosas que sus labios. Antes de escribirlo, ella preguntó “¿cómo le pongo? ¿sólo Renata?” y él dijo que con eso sería suficiente, cuando en realidad sabía que al escribir su nombre todo se desbordaba, el papel se volvía insuficiente, todo quedaba plagado de su materia, de su nombre, de ella. Él sabía bien que ella pudo haber escrito una simple serie de números y de cualquier manera hubiera recordado cada recoveco del papel, las características de la tinta, el tipo de números que escribió y demás detalles que convertían ese papel en un objeto de museo.
Bajó del coche y lo miró a los ojos. Esos ojos de ella que llenaban todo el país escrutaban esas esferas pueriles y endebles, enceguecidas por ella, tímidas ante la fuerza y dureza amorosa que exhalaban. Ella lanzó un beso y se dio la vuelta tratando de aparentar que estaba preocupada por sus responsabilidades. Era tarde pero no le importaba mucho, y a él mucho menos: no eran sus compromisos. Les hubiera fascinado la idea de posponerlos y se quedarse juntos toda la tarde. Pero a ambos les faltaba valor y no de igual manera orgullo.
-nueve, nueve, nueve, dos, dos ocho, cinco tres, cero nueve.
Un verde en el semáforo siempre sí es impostergable. Ante un semáforo nadie se detiene a pensar que entre sus dedos está la enzima catalizadora de la emoción que sentiría muchos años después así que conduce con el papel entre los dedos, lo arruga un poco al tomar el volante con fuerza y el papel sin más delicadeza.
Nueve, nueve, nueve, uno, cuatro cuatro, cero cero, cuatro cuatro.
Él nunca la llamó, esperaba a que sea ella quien le marcase, quien se interesara en la relación que sostenían en ciernes y que se siempre se quedó en vilo. Las esperas de su actitud lo hicieron perder el número que ella conocía y por el que se comunicaban. Así de simple fue como dejaron de verse. Toda cita, todo encuentro casual tiene un final por casualidad.
III
Mayo en Mérida. Se han olvidado entre el calor. Pareciera que se pusieron de acuerdo para seguir cada uno solo por bifurcadas rutas cada vez más distantes y no que fue el destino quien los separó forzosamente.
Ella vive sola. Él vive con otra, pero su sigiloso amor siempre se ha mantenido acechando el regreso de ella. En una perpetua espera. Ella siempre ha sido más comedida, menos apasionada.
Nueve, nueve, nueve, seis, dos cuatro, siete cinco, dos tres.
Ella por la mañana necesita el fregadero, pero no sirve; ergo, necesita también al plomero. Busca en su agenda, en su bolso, en su escritorio, en la mesa del teléfono y ahí está: la tarjeta blanca, arrugada y borrosa que le entregó el plomero –tal como ella lo hiciera años atrás-, antes de irse, pretendiendo publicidad barata.
ARMANDO CIAU SALAZAR
PLOMERIA Y ELECTRICIDAD
Nueve, nueve, nueve, seis, dos cuatro, siete cinco, dos ocho.
Los números luego de tres meses en una tarjeta no son del todo claros y el ocho más bien parece tres, así que ella marca las cifras que cree que descifra. Nueve, nueve, nueve, seis, dos cuatro, siete cinco, dos tres. Y espera en la línea.
-Aló- él acaba de conciliar el sueño y, al recibir esta llamada, también de despertar.
-¿Es usted el plomero Armando Ciau?
-No, número equivocado.
-Gracias.
Cuelgan.
Al cerrar los ojos él sabe que las voces no cambian mucho. Él sabe que conoce esa voz. El sabe que le ha colgado a la bailarina con manos de agua y mirada de madera. Y la membrana de cansancio se desploma de sus ojos y su lengua domina al sueño y sus orejas se adaptan al ruido de la mañana y sus manos saltaron sobre el identificador y para volverle a marcar, pero para entonces ella ya había marcado el número correcto.
I
Había esperado toda su vida por esa última cita casual. La había imaginado tantas veces mientras caminaba por la calle. Imaginaba, por ejemplo, que al dar la vuelta en la esquina los dos se encontrarían caminando en direcciones opuestas como sus sexos y platicarían de nuevo por horas; o encontrarla al salir de una función o tal vez antes de entrar, en la taquilla.
Pasaba por las mismas calles, por su casa, por la casa de sus abuelos, iba a los mismos sitios a los que iba con ella, pero no quería llamarle, prefería seguir con esa circunspecta fe en la casualidad. La casualidad nunca lo dejó mal, pero sí se demoró un tanto, y esta vez lo hizo unos cuantos años y de una manera en que su corta imaginación jamás habría de señalarle.
Una llamada lo despertó y con los ojos cubiertos por una membrana de cansancio muy difícil de disolver, contestó el teléfono con una voz plagada de murmullos:
-No, número equivocado. -Y colgó.
II
Memorizó el número de teléfono desde que ella se lo dio en el coche, escrito en un papel arrancado con sus pequeños y cuidados dedos. Sus manos eran más poderosas que sus labios. Antes de escribirlo, ella preguntó “¿cómo le pongo? ¿sólo Renata?” y él dijo que con eso sería suficiente, cuando en realidad sabía que al escribir su nombre todo se desbordaba, el papel se volvía insuficiente, todo quedaba plagado de su materia, de su nombre, de ella. Él sabía bien que ella pudo haber escrito una simple serie de números y de cualquier manera hubiera recordado cada recoveco del papel, las características de la tinta, el tipo de números que escribió y demás detalles que convertían ese papel en un objeto de museo.
Bajó del coche y lo miró a los ojos. Esos ojos de ella que llenaban todo el país escrutaban esas esferas pueriles y endebles, enceguecidas por ella, tímidas ante la fuerza y dureza amorosa que exhalaban. Ella lanzó un beso y se dio la vuelta tratando de aparentar que estaba preocupada por sus responsabilidades. Era tarde pero no le importaba mucho, y a él mucho menos: no eran sus compromisos. Les hubiera fascinado la idea de posponerlos y se quedarse juntos toda la tarde. Pero a ambos les faltaba valor y no de igual manera orgullo.
-nueve, nueve, nueve, dos, dos ocho, cinco tres, cero nueve.
Un verde en el semáforo siempre sí es impostergable. Ante un semáforo nadie se detiene a pensar que entre sus dedos está la enzima catalizadora de la emoción que sentiría muchos años después así que conduce con el papel entre los dedos, lo arruga un poco al tomar el volante con fuerza y el papel sin más delicadeza.
Nueve, nueve, nueve, uno, cuatro cuatro, cero cero, cuatro cuatro.
Él nunca la llamó, esperaba a que sea ella quien le marcase, quien se interesara en la relación que sostenían en ciernes y que se siempre se quedó en vilo. Las esperas de su actitud lo hicieron perder el número que ella conocía y por el que se comunicaban. Así de simple fue como dejaron de verse. Toda cita, todo encuentro casual tiene un final por casualidad.
III
Mayo en Mérida. Se han olvidado entre el calor. Pareciera que se pusieron de acuerdo para seguir cada uno solo por bifurcadas rutas cada vez más distantes y no que fue el destino quien los separó forzosamente.
Ella vive sola. Él vive con otra, pero su sigiloso amor siempre se ha mantenido acechando el regreso de ella. En una perpetua espera. Ella siempre ha sido más comedida, menos apasionada.
Nueve, nueve, nueve, seis, dos cuatro, siete cinco, dos tres.
Ella por la mañana necesita el fregadero, pero no sirve; ergo, necesita también al plomero. Busca en su agenda, en su bolso, en su escritorio, en la mesa del teléfono y ahí está: la tarjeta blanca, arrugada y borrosa que le entregó el plomero –tal como ella lo hiciera años atrás-, antes de irse, pretendiendo publicidad barata.
ARMANDO CIAU SALAZAR
PLOMERIA Y ELECTRICIDAD
Nueve, nueve, nueve, seis, dos cuatro, siete cinco, dos ocho.
Los números luego de tres meses en una tarjeta no son del todo claros y el ocho más bien parece tres, así que ella marca las cifras que cree que descifra. Nueve, nueve, nueve, seis, dos cuatro, siete cinco, dos tres. Y espera en la línea.
-Aló- él acaba de conciliar el sueño y, al recibir esta llamada, también de despertar.
-¿Es usted el plomero Armando Ciau?
-No, número equivocado.
-Gracias.
Cuelgan.
Al cerrar los ojos él sabe que las voces no cambian mucho. Él sabe que conoce esa voz. El sabe que le ha colgado a la bailarina con manos de agua y mirada de madera. Y la membrana de cansancio se desploma de sus ojos y su lengua domina al sueño y sus orejas se adaptan al ruido de la mañana y sus manos saltaron sobre el identificador y para volverle a marcar, pero para entonces ella ya había marcado el número correcto.
2 comentarios:
upps!! creo que la cague!!
que alguien lo repare...
:)
x-x
Vuelvo a modificar el foro? XD?
Ahhh... apenas noto el cambio debo leerlo con más calma!
~BexoS~
Publicar un comentario